I
Perezosa, marginal, tímida, decrece la tarde en las afueras de la vida. Como el poso del café mal diluido al sorber la última gota de alimento, así, así el día llega al justo límite de elasticidad que le está permitido, cuando el sol ya harto de buscar a su bella luna, cede en pesimismo, y, cabizbajo, todo él va acurrucándose en el horizonte, en su lecho. A esperar. Y eso es al fin y al cabo la vida: cesión y espera. Y eso es al fin y al cabo: la muerte. Yacer. Yacemos.
II
Se agotan las palabras. Nos agotamos...
III
Impregnada de desaliento se arroja frágil la eterna luz de las estrellas, y todo ha pasado ya. Todo el diluvio del amanecer. ¿Qué queda entonces más que el refugio de síntomas padecidos y la quemadura de pieles trémulas en la constante ley de lo nocturno? ¿Qué transmisión se resiste a abandonas la hechura de los labios cuando caído el cuerpo se desvanece el alma en la idoneidad de lo atípico?
IV
¿Qué es lo perpetuo si ni tan siquiera somos capaces de almacenar un instante de tiempo, una fracción de mesura, en el cáliz de nuestro puño prieto? ¿Cómo apreciar lo eterno si nosotros, testigos, somos finitos? ¿Cómo advertir lo inalterado?
V
Visible para mis ojos, cuerpo para mis manos. Viento que se esfuma en una tarde de verano, susurros que recoge la sintaxis de mi oído. Misterio de una voz que se apaga con el rugir de la mañana. Y mañana volverá, cuando ya no despierte. Cuando ya no vuele.
VI
Onírica. Aventajada. Etérea. Rutilante. Confabulada estela de adioses que revuelca sus alas en el cielo. Que se viste de fugacidad, y conjuga su trazado con el viento.
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